viernes, 19 de junio de 2009


El Palacio que cerraba la Plaza de San Juan de Dios, llamada así por haberse construido en ella un Templo y un Hospital fundado por los A. R. Padres Juaninos, pertenecía a los señores Marqueses de la Sauceda, Dn. Francisco de Gallo y Escandón y Doña Concepción Alfaro.

Hija única de este matrimonio era la bellísima Clara Isabel, quien a pesar de las riquezas de sus padres y de los esfuerzos de la ciencia Médica de aquél entonces, languidecía de una anemia incurable.

La caridad de la Sra. Marquesa, era proverbial, diariamente después de la comida, que suculenta, subía un criado a la azotea del Palacio, y por medio de varios toques de atención convocaba a todos los pobres de la ciudad para que fuesen a comer, para lo que se ponían unas grandes mesas en el patio y allí eran servidos por varios criados.

En cambio el Marqués era soberbio, duro y cruel; y si no se oponía a las caridades de la Marquesa, fue porque la bondadosa señora era la dueña de los cuantiosos bienes que él regenteaba.

Por prescripción médica, todos los días salía la Marquesita a dar un paseo en coche, acompañada por su madre, algunas amigas o simplemente por una fiel sirvienta que la quería muchísimo, y esta compañía era la que más le agradaba a la enfermita. porque no la molestaba con su charla.

De preferencia iban las paseantes por el camino que conducía a la Villa de Guadalupe, porque como el camino estaba bordeado de frondosos árboles su sombra era muy grata a la pobre niña.

A un lado del camino, había una casita blanca rodeada de un pequeño y bien cuidado huerto lleno de flores, allí vivía una pobre viuda que trabajaba cosiendo ropa en el Hospital, para sostener los estudios de su único hijo, un joven muy inteligente y estudioso que se llamaba Juan Alonso y era practicante- de medicina en el mismo Hospital de San Juan de Dios.

Un día la Marquesita volvía de su paseo muellemente recostada en los cojines del coche que caminaba muy despacio, tuvo la impresión de que alguien la miraba, levantó sus ojos y vio entre las ramas de uno de los árboles que había frente a la casita, a un apuesto joven con un libro en la mano que hacía como si leyese, pero ella estaba segura de que la había estado observando y esto la molestó, la puso muy nerviosa.

Al día siguiente mandó a su doncella que la peinase y vistiese con más esmero cosa que extrañó a todos ya que tiempo hacía que la niña no se interesaba por nada, hasta se ilusionaron de que se sentía mejor.

De regreso del paseo al llegar frente a la casa, Clara Isabel a pesar de que se sentía muy. fatigada, ordenó al cochero que fustigara los caballos, pues acababa de ver al joven que en su improvisada atalaya la estaba esperando. El cochero obedeció y los caballos asustados emprendieron veloz carrera acercándose a la orilla del camino donde había un precipicio, en vano el cochero trató de dominarlos, enloquecidos. iban a precipitarse en el barranco, lo que visto por el joven saltó del árbol y se fue corriendo a prestar auxilio; pudo llegar a tiempo y evitar una catástrofe, los caballos por fin se detuvieron y el asustado cochero no tenía palabras para agradecer al desconocido el favor prestado en momento tan crítico.

Juan, abrió la portezuela para socorrer a la Marquesita que se había desmayado, la sirvienta lloraba sin consuelo temiendo que se hubiera muerto, porque aparentemente la niña parecía un cadáver; pero el practicante tomándole el pulso comprobó que únicamente había perdido el conocimiento por la fuerte impresión sufrida; le prestó los auxilios necesarios, mas como transcurrido cierto tiempo la niña no volvía en sí, resolvió que fuera conducida a su Palacio, a fin de que los médicos que la atendían estuvieran a su lado. La sirvienta le rogó que las acompañase por si la niña se ponía peor, Juan aceptó, y el carruaje continuó su marcha.

Cuando llegaron al Palacio, la consternación más grande embargó a todos sus habitantes, la Marquesa quería pagar a Juan las atenciones prestadas a su niña, pero él nada aceptó’, dijo que quedaría muy bien recompensado si le permitieran ir a informarse diariamente por la salud de la Marquesita, cuya salud no era tan precaria como parecía, ya que el régimen de los médicos no era el indicado, y que si no fuera él de origen tan humilde se atrevería a ofrecerles que la curaría; como no obtuviera ninguna contestación, se retiró avergonzado.

El castigo que se dio al pobre cochero fue ejemplar, atado a una de las ruedas del coche fue azotado, cuando la Marquesita lo supo ya era tarde para intervenir, a la sirvienta se le dio una fuerte reprimenda por su descuido y la prohibición de volver a acompañar a la Marquesita.

Pero ya fuera por la’ impresión sufrida o porque los doctores se equivocaban, la salud de la niña se resintió mucho más apenas dejaba la cama, no quería recibir visitas ni menos pasear, pasaba los días recostada en un diván soñando despierta, la imagen de Juan Alonso no se apartaba de su mente, más cuando supo de la proposición que había hecho a su madre....

Una noche que al decir de los médicos se encontraba peor, resolvió la Marquesa poner en manos de Juan la salud de la niña, a pesar de la rotunda oposición del Marqués. Pidió informes de la conducta de Juan y de su familia, y los R. R. Padres de San Juan de Dios, los dieron muy buenos, ya que era muy querido de ellos.

Fue llamado, Juan, para que se hiciera cargo de la salud de la Marquesita, ofreciéndole la Sra. Marquesa, costearle sus estudios en una Universidad de París si la niña sanaba; amenazándolo el Marqués con mandarlo a una prisión por todos los días de su vida si fracasaba. Juan aceptó, la recompensa mejor que podía obtener era la salud de la niña adorable.

A la Hacienda de la Sauceda se trasladaron, ya que el nuevo régimen prescribía aire puro y mucho sol, los médicos protestaron de aquella intromisión del ‘insignificante curandero”, asegurando un fatal desenlace, pero fue inútil, la voluntad del Marqués tenía que cumplirse.

Tres meses más tarde, la niña volvía totalmente restablecida, no solo en su cuerpo sino en su alma que había despertado a la voz de su amor, porque amaba a Juan, y él la adoraba, aunque sin esperanza, como se ama un imposible. Los Marqueses jamás accederían. Y esto originó la tragedia.

Era costumbre, que el día de Sn. Juan de Dios, se obsequiara un banquete a los enfermos del Hospital, y los médicos con sus familias. Una hermana de uno de los médicos que odiaba a J se dio una maña para acercarse al Marqués y preguntarle por la salud de Clarita, el Marqués le contestó, que estaba completamente restablecida, la vieja le replicó, que lo felicitaba doblemente ya que estando aliviada la niña, “muy pronto la casaría con Juan, en pagó de sus servicios médicos”, porque así lo contaba la madre de Juan a todo el mundo.

Loco de rabia el Marqués, no quiso oír más, se salió en dirección a su casa en busca de Juan, lo encontró en la biblioteca leyéndole unos versos a la niña que recostada en su hombro lo escuchaba; ver aquello y arrojarse sobre ellos todo fue uno, separó con brusco ademán a la niña, que trémula de susto salió corriendo, y levantando entre sus brazos hercúleos a Juan, lo arrojó por el amplio ventanal, a la calle, destrozándole el cráneo contra el empedrado.

Luego fue en busca de su hija, pero la encontró presa de un ataque de asfixia, quiso acercarse a socorrerla pero ella lo rechazó horrorizada, y este supremo esfuerzo le causó un vómito de sangre que la dejó sin vida.

Cuando se presentaron las autoridades seguidas de varias gentes del pueblo que protestaban indignadas por el asesinato de Juan, pudieron presenciar otra escena más; el cuerpo del señor Marqués de Sauceda, yacía sin vida pendiente de una de las vigas del techo de las caballerizas.

En su humilde casita blanca, cerca del lugar de los acontecimientos; una Pobre mujer lloraba desconsolada, era la madre de Juan.

La casa ha desaparecido. pero la calle aún lleva el nombre de JUAN ALONSO.

Afectuosamente“LA CHACHA MICAILA”